Ni siquiera sé su nombre, pero cuando sus ojos negros, negros como la noche y profundos como el mar se fijaron en los míos, entre aquella multitud de personas que iban y venían; fue como si lo conociera de toda la vida.
Era como si ambos nos conociéramos de mucho tiempo atrás, tanto, que no recordábamos fecha alguna. Pero no, su rostro, sus ojos, jamás los hubiera olvidado. Jamás.
Y miré su silueta llegar desde aquél pasillo a lo lejos, sumergido entre el océano de gente, pero de entre aquella multitud, sus ojos negros me llamaban desde el otro lado del lugar.
Yo, entumida y recargada en la pared de un local comercial, lo miraba desde lo lejos, como al caminar, jamás separaba su vista de mí. Y es que aunque sentía sobre mí muchas miradas mas, la de él fue la que llamó con más fuerza la atención de mi mente concentrada en mirar al vacío. Mi cuerpo temblaba, y me intentaba de abrigar con mis propios brazos, tratando siempre de evitar que mis labios, blancos y con sabor a sangre, siguieran temblando por el frío.
Él, caminando entre la gente, cual Moisés entre las aguas, envuelto en sombras, seguía con su siempre mirada fija, segura y a la vez tímida. Agachando su cabeza de vez en cuando, tal vez asustado por la gran atención que le prestaba. Sus ojos negros, contrastaban con el blanco de su piel y el rubio de su cabello, escondido bajo su abrigo. Sus manos en los bolsillos y el metal adornaban sus labios finos.
Pasó, a mi lado intentando mostrar indiferencia, que por supuesto de indiferencia no tenía nada. Y así, se marchó por aquél callejón y yo lo seguía, hasta que desapareció de mi vista. Como buena masoquista que soy, volteaba, de vez en cuando con la esperanza de volver a verlo.
Y volvió a aparecer, tan repentino y misterioso como antes. Y así como apareció, desapareció entre la gente.
No me preocupo, sé que nos volveremos a encontrar.

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